Son las dos grandes mentes vivas del momento. Son
muy listos, muy cabales. Tienen en su haber muchos títulos universitarios. Han empapelado las paredes de su casa con
ellos y aún les sobra para zurcir un juego de sábanas con motivos de perritos y
cuencos de comida. Ganan premios. Reciben llamadas en inglés. Salen en la tele hablando de cosas que nadie entiende. Mucho coco. Han quedado en el bar ese que sirven la tarta de
queso rica, han pedido una porción cada uno, dos cacaolats y se han puesto a
discutir sobre la eficiencia del libre mercado en sistemas de competencia
imperfecta. Uno defiende que la libertad yace en cada una de las acciones del
individuo y que el Estado no puede coercer una cosa tan esencial. El otro
defiende que la base de la libertad en convivencia es aprender a compartir los
recursos disponibles independientemente del rol laboral que se ejerza. ¡Qué
bien hablan, diantres! ¡Qué retórica! ¡Qué discursos tan bien hilvanados!
¡Cuántas palabras raras y trascendentes! ¡Cuántas hostias de pequeños! ¡Cuánto algodón manchado de mercromina seca! ¡Cuánto han inspirado a matones de aquí y allá en la invención de apodos
alusivos a la miopía, a los aparatos dentales y a la ropa fea,
proporcionándoles un futuro abanico de improperios que lanzar al árbitro de los
domingos! Son fuente de inspiración. Un espejo en el que reflejarse. Saben hablar, pero también escuchar y
comprender los puntos de vista opuestos. Son ponderados, justos, críticos con
lo que oyen pero también con lo que dicen. No comparten muchas de las opiniones
que el otro profiere, pero, sobre todo, porque saben que la comprensión mutua
es el cimiento de la buena convivencia y la concordia entre seres humanos, las
respetan. ¡Son ejemplo y esperanza para todo ser humano! Finalmente concluyen
que todo es relativo. Terminan sus porciones de tarta de queso y hacen sonar el
fondo de sus cacaolats de vidrio sorbiendo de sus pajitas ralladas (una roja,
la otra azul). Piden la cuenta y sacan el billetero. El camarero se acerca. “Ya
pago yo”, dice el uno. “No, no, no, para nada”, responde el otro. “Si son cinco
euros de nada”. “Por eso mismo, no te preocupes, mira lo tengo justo en
monedas”. El uno coloca el billete en la mano derecha del camarero. El otro
vierte las monedas en la mano izquierda del camarero. El camarero ahí, de pie,
con las dos manos extendidas y un montante total de diez euros. El uno y el
otro se clavan las miradas, llenas de orgullo. ¡¡¡Que empiece la pugna de
cabezas!!! ¡¡¡¡uuaaaaaahhhhh!!!!
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